Fundamentos de la Ley 14378
A casi 118 años de su tránsito a la eternidad, Pancho
Sierra continúa siendo un verdadero mito popular conocido y venerado en la
República Argentina y en América Latina.
En forma cotidiana peregrinos de distintas procedencias y
clases sociales visitan su tumba en el cementerio de Salto solicitando su
intercesión para el alivio de sus dolencias físicas o espirituales o para
manifestar su gratitud por los bienes obtenidos mediante su invocación.
Las devociones populares son consideradas como parte del
patrimonio cultural intangible de las comunidades. Pancho Sierra y su discípula
María Salomé Loredo (La Madre María) son íconos de las expresiones de fe de
nuestro pueblo que han trascendido las épocas en que ambos existieron y
continúan convocando a nuevas generaciones que encuentran en su culto un sostén
a las adversidades de la vida.
Síntesis Biográfica de Pancho Sierra
Místico, predestinado, manosanta, iluminado... Muchas son
las adjetivaciones que se usaron y habrán de usarse para definir a quien en
vida fuera FRANCISCO SIERRA Y ULLOA.
Nacido en la ciudad de Salto (provincia de Buenos Aires)
el 21 de abril de mil ochocientos treinta y uno, hijo de Francisco Sierra y
Raimunda Ulloa, su alumbramiento tuvo lugar en una finca céntrica, situada
lindando con el edificio donde se erige actualmente el Banco Nación por su
parte este. Su partida de nacimiento (fe de bautismo) que se había asentado en
el templo de San Pablo de Salto, desapareció durante un incendio, después a
solicitud del mismo interesado el vicario Manuel B. Fernández, el 20 de febrero
de 1873, extendió otra fe de bautismo, con la firma de los testigos don Diego
Barruti y don Pablo Avilés, certificada por el notario eclesiástico José
Alvarez y Fernández.
Ya en edad de comenzar a cursar sus estudios secundarios,
fue enviado al colegio de don Rufino Sánchez, en Buenos Aires. Era un muchacho
inteligente, que gozaba de la estima de sus compañeros, por sus innatas
condiciones de bondad.
Nada dejaba
entrever en su armoniosa fisonomía, en su inteligente mirada, en su elegante
porte, el destino que le aguardaba.
Junto con la adolescencia, llegó el primer amor: Nemesia
se llamaba la niña de la que Pancho, como ya le llamaban sus amistades y
familia, quedó prendado. Aquí es donde la historia se confunde con la leyenda.
Para muchos, la joven mantenía un grado de parentesco con la familia Sierra,
para otros, ambos pertenecían a diferentes estratos sociales. Lo cierto es que
jamás habrá de saberse si Nemesia correspondió o no el amor del joven Pancho, o
si las familias de ambos opusieron tenaz resistencia a ese romance. Nemesia fue
enviada por su familia a la provincia de Córdoba, para poner distancia por
medio. Pancho entró en un mutismo que alarmó a sus parientes. Permanecía días
enteros encerrado en su habitación, probando apenas bocado, hasta un extremo en
que sus propios parientes empezaron a pensar que había enloquecido.
Fue entonces cuando buscó refugio a su dolor en la paz de
la provincia. Arribó al vecino pueblo de Rojas, donde tomó hospedaje en la casa
de doña Casimira Fernández de García. Su vida fue plácida y tranquila, comenzó
allí, en las tertulias con los jóvenes de la casa, a cultivar uno de sus
grandes amores: la guitarra. Fue por entonces que le llegó la noticia de la
boda de Nemesia, con un tal Gil.
Sumido nuevamente en la melancolía, viajó de regreso
hacia Salto donde pasaba largas horas sumergido en sus cavilaciones, preso de
una profunda melancolía su lugar preferido para la meditación era el viejo
puente que se alzaba al oeste de la población, en el antiguo camino a
Pergamino.
Por esos días llevado por su bondad, comenzó a ejercer la
virtud de la caridad, sensibilizándose ante los problemas de todos. Quizá
Pancho, en sus horas de meditación, percibió en su interior la energía poco
común de su espíritu y su generosidad lo empujó a utilizarla en beneficio de
los sufrientes.
Ya en la adultez hereda de sus padres la estancia
"El Porvenir", situada en Rojas, casi en el linde con el partido de
Pergamino. Entonces su existencia dio un vuelco insospechado, la bucólica paz
de la casona solariega fortalece en él su instinto meditativo.
La vivienda era de tres ambientes en la planta baja con
un altillo donde pasaba largas horas, y jamás permitía que nadie entre allí.
Su experiencia era de un hombre maduro, coronaba su
afilada cara una larga barba, prematuramente encanecida. Su cabellera descendía
hasta sus hombros y lo que más llama la atención era la firmeza penetrante de
su mirada, que, sin embargo ostentaba dulzura y paz.
Su vestimenta usual, en los días en la estancia eran
blanca camisa y amplio chiripá negro, cuyos pliegues, al caer, semejaban una
túnica; aunque en sus infrecuentes viajes a Buenos Aires, donde alternaba con
políticos y escritores de fama de la época, vestía traje oscuro o levitón
negro.
Jamás podrá desentrañarse el misterio que rodeó el inicio
de su actividad como "sanador", sus vecinos de la estancia solían
acercársele atraídos por su bondad, tal vez viendo en él a un ser confiable
para volcarle sus problemas.
Continuó practicando la caridad, tanto que las ganancias
producto de su estancia vuélcanse prácticamente a remediar los males de los
pobres que se acercaban en busca de socorro. Cuando las dolencias eran de
índole física, sólo recomienda beber en ayunas un vaso de agua.
Comenzó a correr su fama, desde todos los rincones de la
Provincia llegaban viajeros, en busca de una respuesta. A todos atendía y la
mayoría lograba una rápida cura de sus dolencias o consuelo al espíritu
desolado.
Utilizaba para recibir, una de las habitaciones de la
planta baja; al pie del altillo junto a una vieja escalera de madera que
llevaba a él, descansaba siempre un látigo trenzado. Quienes lo conocieron,
aseguran que poseía la seguridad de tener un don que le permitía llevar alivio
a los enfermos. Dueño de un tremendo magnetismo personal, unido a una más que
mediana cultura (poseía estudios de medicina), más una profunda fe, es
innegable que trasmitía una sensación de seguridad que ejercía poderosa
influencia en las curaciones. Pocas veces imponía las manos sobre los enfermos,
ya que consideraba al agua como un vehículo de la “transmisión de su propia
energía al otro”.
No necesitaba que quienes acudían a consultarlo le
expresaran el origen de sus males. A menudo, recién llegando, al descender de
los carruajes, con voz firme les expresaba el motivo que los traía a su
presencia. Su fama aumentó día a día, en Buenos Aires, muchos lo consideraban
"un predestinado".
Numerosas son las anécdotas que, de boca en boca, han
llegado a nuestros días, reflejando "el milagro" de las curaciones
efectuadas por Pancho Sierra. Hemos escogido unas pocas:
Benitez, un conocido vecino saltense, debido a una larga
enfermedad, debía usar muletas. Los médicos nada sabían del origen de su mal.
Desesperado viajó a ver a Pancho Sierra. Apenas llegó, éste, con voz tonante le
expresó: "Eso te pasa por hereje... Cuando dejes de castigar los animales
con la cadena vas a estar bien ... " Benitez no volvió a castigar a los
animales y curó sus padecimientos.
En 1881, los médicos habían diagnosticado a don Martín
Bazterrica, rico hacendado de 9 de Julio, un aneurisma de corazón. Un amigo del
enfermo, le cuenta que la noche anterior había soñado que si acudía a lo de
Sierra, se curaría. A las tres semanas, Justo Incholeti ese vecino, le visita
nuevamente, para decirle que había repetido el mismo sueño. Fue entonces que Bazterrica,
con su esposa, decidió emprender el viaje. Al hacer noche en un hotel de
Chivilcoy, sus acompañantes notaron la mejoría. Tenía más fuerzas y no parecía
sentir el cansancio del largo trajinar. A la mañana, muy temprano, llegaron al
“El Porvenir”. Pancho Sierra le recibió con estas palabras: "¿Recién
venís? Hace un mes que te llamé... A pie podrías haber llegado... "
Bazterrica sanó milagrosamente, para asombro de todos y vivió 23 años más,
habiendo fallecido en el año 1904.
Roberto Cano, un estanciero rojense, fue a ver a Pancho,
rogándole hiciera algo por su madre, enferma de gravedad en Buenos Aires.
Pancho le replicó: "Ahí tenés caballos frescos. Andá a Buenos Aires, que
tu madre no tiene nada. La que va a morir es tu hermana. Corré si querés verla
con vida". Cano emprendió de inmediato el regreso, y al llegar, asistió a
los últimos minutos de vida de su hermana, a la que había dejado bien al
partir. En cambio su madre sanó de inmediato.
En Salto, un vendedor ambulante, llamado Cornelio
Velázquez, estaba postrado en su cama, debido a un problema en sus piernas,
desahuciado por los médicos de volver a caminar. Se hizo llevar a lo de Sierra.
Esta vez, en lugar del consabido vaso de agua, Pancho le recomendó que tomara
baños en el río, que así iba a mejorarse. Era julio, el mes más frío del año y
todos opinaban que era una locura meterse en el río con esas bajas
temperaturas, Velázquez, sin embargo, lleno de fe en Pancho Sierra, así lo hizo
y curó de una manera asombrosa, sin que le quedaran secuelas de su invalidez.
Aunque solo contaba 60 años, Pancho Sierra tenía el
aspecto de un anciano venerable. Su barba y su largo cabello, completamente
encanecidos, le daban un aspecto imponente. Poco más de un año antes de su
muerte, contrajo sorpresivamente matrimonio con una joven mujer, que heredó sus
bienes.
El día 4 de diciembre de 1891, un hombre de apellido
Arévalo, que había trabajado como peón de don Pancho, mientras se encontraba en
el campo, vio revolotear sobre su cabeza un escarabajo. Gritando exclamó:
"¡Se muere don Pancho!" Pidió permiso a su patrón, Pedro Indarte
(vecino de Coronel Isleño), y voló hacia el establecimiento "El
Porvenir". Cuando llegó, encontró el velorio de Sierra. Ese último llamado
de don Pancho, fue un misterio que Arévalo guardó hasta su muerte.
La noticia de la muerte del "Gaucho Santo",
movilizó de inmediato interminables caravanas de carruajes. Desde todo el país
llegaron personas a las que Sierra había aliviado de sus padecimientos.
En enero de 1892, los principales diarios del país: La
Nación, La Prensa, El Nacional, El Día, El Censor, publicaban la noticia del
homenaje que se tributaría en la tumba de Pancho Sierra, el día 15 de marzo.
Desde varios días antes, comenzaron a llegar viajeros a Salto, colmando la
capacidad de hospedaje.
Desde el centro del pueblo, partió una larga caravana, en
extraño silencio. Ante la tumba, hablaron en su homenaje Cortés, Quinteros y
Mares, cerrando el acto Rafael Hernández (hermano de José, el autor del Martín
Fierro). Se colocó su cuerpo en la tumba que guarda sus restos una placa que
reza: "A Pancho Sierra, sus amigos"
Marzo de
1892. Desde allí hasta nuestros días, se cuentan por millones las personas que
acuden a Salto, a venerar su nombre y su recuerdo. Muchos sostienen haber recibido
la respuesta a sus pedidos y no faltan los que aseguran que bebiendo
simplemente un vaso de agua en su nombre, han sanado de sus dolencias.
Francisco Sierra y María Salomé Loredo, maestro y discípula, renunciaron a su
posición económica desahogada para dedicarse desinteresadamente a la
curandería. Tuvieron creyentes de todas las clases sociales (incluído Hipólito
Irigoyen) y dieron lugar a un profuso anecdotario sobre sanaciones milagrosas
que los convirtió en santos populares.
El maestro (Francisco Sierra) y su futura discípula y
sucesora María Salomé Loredo y Otaloa de Subiza se conocieron en calidad de
sanador y de paciente. Ella era una mujer joven, aún casada con Aniceto Subiza,
su segundo esposo, y padecía, al parecer, de cáncer. Deshauciada por los
médicos, había concurrido a la estancia "El Porvenir" (Pergamino)
cuyo dueño, el llamado "médico del agua", curaba a los consultantes
sin otros medios que su palabra y el agua de un viejo aljibe del campo.
La cita fue providencial para ambos. Sierra encontró la
personalidad ideal para transmitir su legado. María, que pronto iba a quedar
nuevamente viuda, se halló a sí misma en esa misión encomendada. A diferencia
de otros personajes canonizados espontáneamente por el pueblo, ni Sierra ni
María Loredo pertenecían, por su posición social y económica, a las clases
populares. El curandero del aljibe era hijo del matrimonio conformado por
acomodados propietarios de campos. María Salomé, por su parte, nacida en España
el 22 de octubre de 1855, se había casado dos veces con hombres de fortuna y
era dueña de recursos considerables. Sin embargo, a partir del momento en que
se sienten señalados por una elección divina, ambos se dedican al servicio de
los que sufren, dejando de lado cualquier pretensión mundana. Los dos, también,
hablan a todos, pobres o ricos, con un lenguaje sencillo (condimentado por
buenas dosis de picardía criolla, en el caso de Sierra) y difunden, a través de
la oración y el ejemplo, el mensaje evangélico.
Otras visiones sobre Pancho Sierra:
"No cobraba sus curaciones -ni siquiera admitía que
él fuera el artífice de la mejoría de los pacientes- y si aceptaba los regalos
que los recuperados le traían, era, antes bien, para repartirlos luego entre el
paisanaje pobre. Él mismo parecía un paisano más, por la vestimenta:
alpargatas, bombachas, poncho y chambergo. Lo llamativo no eran sus ropas, que
ningún lujo tenían, ni siquiera la rastra de monedas de plata que tanto gustan
ostentar los campesinos pudientes. Lo que encandilaba, sin duda, eran su porte
y su prestancia. Las barbas largas y blancas, los ojos nítidamente azules
configuraban la estampa ideal de un Dios Padre (o un Tata Dios) de libro de
misa. Algo parecido, pero en versión occidental y rubia, al poeta de la India
Rabindranath Tagore, quien aparecería por Buenos Aires unos veinticinco años
después con barbas no menos largas y blancas, y vestido de túnica. Así describe
a Pancho Sierra el incrédulo narrador del cuento Mi cruzada contra la
superstición (Lojo, Cuerpos resplandecientes). Carismático y burlón, dotado de
extraordinaria perspicacia, Sierra distinguía perfectamente entre aquellos que
se acercaban empujados por genuinas aflicciones y los que ocultaban la
intención de desenmascar al supuesto mistificador. Entre tantas anécdotas,
puede mencionarse la de un consultante que le llevó un frasco de orina de cerdo
presentándola como propia, y obtuvo como diagnóstico un "¡Andá a que te
cure el chancho!". Otros episodios (narrados por su sobrina nieta, Leonor
Sierra de Terrile, por María Luisa Superno y por Adelina del Valle, todas ellas
autoras de libros sobre el personaje) aluden a su capacidad de predecir los
hechos y de ver a la distancia, y a sus poderes hipnóticos.
Algunas de las curaciones que se le atribuyen evocan por
cierto relatos del Evangelio, como el que describe a un enfermo paralítico,
transportado en coche hasta el corredor de la casa donde se encontraba Sierra
tomando mate, y al que éste le ordena repetidamente que descienda del carruaje
por sus propios medios si desea ser curado. Después de reiteradas negaciones,
el paciente, de a poco, se va afirmando sobre sus pies hasta llegar al lado del
sanador. En otra anécdota, Sierra devuelve la vista a los dos hijos mellizos,
ambos ciegos, de un desolado matrimonio.
Tanto Sierra como la Madre María atendieron a peregrinos
de todas las clases sociales y de instrucción dispar. Una multitud en la que se
mezclaban sombreros y rebozos, chamberguitos y galeras, afluía hacia el
improvisado consultorio rural desde los dos ramales ferroviarios
(Pergamino-Junín y Pergamino-Retiro) y los cocheros no daban abasto para
trasladar tantos visitantes a la estancia, distante siete leguas de la
estación. Entre los más conspicuos, se cita a ricos estancieros de Pergamino,
como los Ortiz Basualdo, o Roberto Cano, de la localidad de Rojas. Los
incrédulos recibían a veces un castigo, si pretendían estorbarle sus prácticas
benéficas, como el comisario que quiere detenerlo por ejercicio ilegal de la
medicina, y debe volver con la mano monstruosamente hinchada para rogar la
curación, o el médico que -después de haberlo difamado- no tiene más remedio
que concurrir a su campo, casi inválido. Allí Sierra le administra la consabida
"medicina", y lo exhorta a retractarse de sus infundios.
La indiscutible piedad de Sierra no implicaba repulsa
hacia las diversiones humanas o las alegrías del amor. Cuentan que le gustaba
"entonarse" de cuando en cuando, pero tomaba la precaución de hacerse
llevar a su casa, seguro y dormido, por un experto cochero. Como gaucho que era,
disfrutaba de payar; sus payadas eran "a lo divino" y versaban sobre
temas religiosos y metafísicos, vertiente temática frecuentada también por la
poesía gauchesca. Poco antes de su fallecimiento, cuando orillaba los sesenta
años, decidió quebrar su empecinada soltería y se casó con una muchacha de
dieciséis, hija de un pariente, según algunos con el filantrópico afán de
legarle su fortuna. Pero no por ello fue un "matrimonio blanco". De
él nació una hija póstuma, Laura Pía Sierra. Aunque su padre no llegó a
conocerla, seguramente representó otra clase de apuesta por la trascendencia
para este hombre, que también había previsto, entre tantas otras cosas, su
propia muerte.
Espiritismo y profecía
¿Profesó Pancho Sierra el espiritismo? ¿Fue el denominado
"Resero del Infinito" lo que se llama un "médium", que
derivaba de esa condición sus poderes curativos? Si no él mismo, fueron
espiritistas algunos de sus amigos, como Rafael Hernández (hermano del autor de
Martín Fierro) o Cosme Mariño, ambos abocados al periodismo, y también buena
parte de sus simpatizantes. A poco de su muerte, el día 15 de marzo de 1892,
adherente s a esta doctrina le hicieron un primer homenaje público en el
cementerio de Salto. Treinta años más tarde, la Sociedad Miguel Vives, de Lanús,
difundiría el libro Pancho Sierra- Comunicaciones, con textos supuestamente
transmitidos por el maestro desde un no tan lejano más allá. Otro libro (La
Verdad. Pancho Sierra) recoge las comunicaciones que un grupo espiritista
habría recibido de Sierra en 1937. Lo más probable, como señala Fermín Chávez,
es que Sierra, sin ser necesariamente ni partidario ni difusor de la Escuela,
encarnase en su persona las condiciones que definían a un líder espiritual para
los adscriptos a estas ideas (muy de moda y consideradas científicas por muchos
en su tiempo).
Ni Pancho Sierra ni la Madre María desdeñaron un gesto
privilegiado por los fundadores religiosos: profetizar. Sierra no quiso dejar
nada por escrito, pero sus seguidores se encargaron de difundir sus anticipaciones.
No hay en ellas demasiadas novedades con respecto al Apocalipsis: la llegada
del Mesías, precedida de un cúmulo de males (guerras, desunión familiar,
enfermedades) en un siglo de infortunios. Por su parte, la Madre María sí
escribió en sus últimos días un testamento del mismo estilo, aunque en él
augura que "empezará una nueva era de la vida, en la tierra de promisión:
la República Argentina". Sus consejos finales apuntaron, además, a
potenciar el respeto y el amor hacia la figura materna, "pues ella
representa la esencia de Dios".
¿PSICOTERAPIA ALTERNATIVA?
El psicólogo Alfredo Moffat (discípulo de Enrique Pichon
Riviere) describe a Pancho Sierra y a la Madre María como representantes de
prácticas psicoterapéuticas populares, no científicas, pero muy eficaces en su
capacidad de establecer conexión emotiva con los pacientes y disolver así sus
conflictos. Sierra, figura paternal benigna pero firme -dice Moffat- apela a
una técnica ascética y limpia de purificación a través de la ingesta de agua, que
lava los males. El estilo de la Madre María, por su parte, maneja la profecía
apocalíptica para lograr la entrega y la obediencia del afligido a una figura
materna poderosa que concede, a cambio, protección y seguridad. Como la
psicoterapia científica, pero con diferentes herramientas, enfrentan el miedo a
la muerte y la angustia ante lo inexplicable que las racionalizaciones no
logran reducir.
PERSONAJE DE ERNESTO SÁBATO
Oriundo de la zona que habitó Pancho Sierra, Ernesto
Sábato introduce en la novela Abaddón el Exterminador referencias a su figura
por boca del personaje Cartucho.
Sierra es el benefactor de la familia de Cartucho, dejada
en la miseria por la plaga de langostas. Empiezan de nuevo en el pueblo gracias
a que el manosanta les da vivienda y los ayuda a poner una carnicería.
Esta es la leyenda que transmite Cartucho, el bondadoso
anarquista:
“Mi padre le trabajaba un campito a Don Pancho Sierra,
entre Cano y Basualdo. Un hombre muy bueno. No sólo curaba, también daba
remedio al pobrerío. Tenía una barba larga y blanca, hasta aquí. Medio mago
era.
Cuando nacían los chicos mi madre se los llevaba antes de
cristianarlos y él le decía éste le va a viví éste no le va a viví.
Fuimos trece hermanos, ya te conté. Y bueno, don Pancho
le anunció que trés no le iban a viví: ni la Norma, ni la Juana, ni la
Fortunata.
-¿Y se murieron?-preguntó Nacho maravillado.
-Y claro –respondió Cartucho con sencillez-. ¿No te digo
que era medio mago?”
Mausoleo de Francisco (Pancho) Sierra en el cementerio de Salto
El mausoleo de la familia Sierra data de 1878 y se yergue
a escasos metros de la entrada del cementerio de la ciudad de Salto,
emplazándose sobre la margen izquierda del sendero principal.
Consta de un templete compuesto por cuatro columnas que
soportan su cúpula redonda, al centro se ubica un ángel de la guarda de mármol
de carrara.
Esta rodeado por un enrejado artístico de hierro forjado
que culmina en clásicas lancetas.
Diariamente los promesantes depositan allí sus flores y
súplicas a Don Pancho al punto que a lo largo de su historia nunca dejaron de
faltarle flores frescas, sobretodo claveles rojos.
El templete lateral exterior está cubierto de cientos de
placas recordatorias que testimonian el reconocimiento de los promesantes por
las gracias recibidas; frente al mismo se yergue la estatua de Pancho Sierra
con sus vestimentas gauchas, su poncho criollo, y sus clásicas barba y
cabellera blanca al viento. El brazo derecho en alto de la estatua parece
saludar a los promesantes y refleja calidez humana convocando a la mirada
esperanzada y respetuosa de los fieles.
Pancho Sierra nunca lucró con sus dones, al contrario se
deshizo de sus bienes personales y familiares para entregárselos a los más
necesitados.
Jamás se atribuyó poderes o capacidades de curación,
siempre anteponía el nombre de Dios y la fuerza divina cuando quienes lo
requerían obtenían el alivio o sanación para sus dolencias.
Don Pancho nunca practicó el espiritismo ni difundió sus
preceptos. Sierra profesaba la fe católica y la transmitía a los que
solicitaban sus auxilios. La iglesia católica lo acepta como a uno de sus hijos
dilectos.
“Soy un modesto mensajero de Nuestro Señor Jesucristo.
Soy tan sólo un simple gaucho al que Dios eligió para ayudar a los pobres y a
los enfermos, nada más”. Así hablaba Don Pancho Sierra, así se lo recuerda y
venera desde hace más de un siglo, por ello se lo sigue reconociendo como: “El
Gaucho Santo”.
Por los motivos expuestos, solicito a las señoras y
señores legisladores acompañar con el voto afirmativo el presente proyecto de
ley.
Bibliografía
Chávez, Fermín: “Pancho Sierra en la Leyenda y en la
Historia”. Todo es Historia Nº 5 Pág. 31-41.
Lojo, María R: “Cuerpos resplandecientes” Ed.
Sudamericana. Buenos Aires- 2007.
No hay comentarios:
Publicar un comentario