jueves, 5 de diciembre de 2013

El mausoleo de Pancho Sierra, Patrimonio Histórico Cultural de la Provincia de Buenos Aires - Ley y Fundamentos



Fundamentos de la Ley 14378

A casi 118 años de su tránsito a la eternidad, Pancho Sierra continúa siendo un verdadero mito popular conocido y venerado en la República Argentina y en América Latina.
En forma cotidiana peregrinos de distintas procedencias y clases sociales visitan  su tumba en el cementerio de Salto solicitando su intercesión para el alivio de sus dolencias físicas o espirituales o para manifestar su gratitud por los bienes obtenidos mediante su invocación.
Las devociones populares son consideradas como parte del patrimonio cultural intangible de las comunidades. Pancho Sierra y su discípula María Salomé Loredo (La Madre María) son íconos de las expresiones de fe de nuestro pueblo que han trascendido las épocas en que ambos existieron y continúan convocando a nuevas generaciones que encuentran en su culto un sostén a las adversidades de la vida.

Síntesis Biográfica de Pancho Sierra
 Místico, predestinado, manosanta, iluminado... Muchas son las adjetivaciones que se usaron y habrán de usarse para definir a quien en vida fuera FRANCISCO SIERRA Y ULLOA.
Nacido en la ciudad de Salto (provincia de Buenos Aires) el 21 de abril de mil ochocientos treinta y uno, hijo de Francisco Sierra y Raimunda Ulloa, su alumbramiento tuvo lugar en una finca céntrica, situada lindando con el edificio donde se erige actualmente el Banco Nación por su parte este. Su partida de nacimiento (fe de bautismo) que se había asentado en el templo de San Pablo de Salto, desapareció durante un incendio, después a solicitud del mismo interesado el vicario Manuel B. Fernández, el 20 de febrero de 1873, extendió otra fe de bautismo, con la firma de los testigos don Diego Barruti y don Pablo Avilés,  certificada por el notario eclesiástico José Alvarez y Fernández.
Ya en edad de comenzar a cursar sus estudios secundarios, fue enviado al colegio de don Rufino Sánchez, en Buenos Aires. Era un muchacho inteligente, que gozaba de la estima de sus compañeros, por sus innatas condiciones de bondad.            Nada dejaba entrever en su armoniosa fisonomía, en su inteligente mirada, en su elegante porte, el destino que le aguardaba.
Junto con la adolescencia, llegó el primer amor: Nemesia se llamaba la niña de la que Pancho, como ya le llamaban sus amistades y familia, quedó prendado. Aquí es donde la historia se confunde con la leyenda. Para muchos, la joven mantenía un grado de parentesco con la familia Sierra, para otros, ambos pertenecían a diferentes estratos sociales. Lo cierto es que jamás habrá de saberse si Nemesia correspondió o no el amor del joven Pancho, o si las familias de ambos opusieron tenaz resistencia a ese romance. Nemesia fue enviada por su familia a la provincia de Córdoba, para poner distancia por medio. Pancho entró en un mutismo que alarmó a sus parientes. Permanecía días enteros encerrado en su habitación, probando apenas bocado, hasta un extremo en que sus propios pa­rientes empezaron a pensar que había enloquecido.
Fue entonces cuando buscó refugio a su dolor en la paz de la provincia. Arribó al vecino pueblo de Rojas, donde tomó hospedaje en la casa de doña Casimira Fernández de García. Su vida fue plácida y tranquila,  comenzó allí, en las tertulias con los jóvenes de la casa, a cultivar uno de sus grandes amores: la guitarra. Fue por entonces que le llegó la noticia de la boda de Nemesia, con un tal Gil.
Sumido nuevamente en la melancolía, viajó de regreso hacia Salto donde pasaba largas horas sumergido en sus cavilaciones, preso de una profunda melancolía su lugar preferido para la meditación era el viejo puente que se alzaba al oeste de la población, en el antiguo camino a Pergamino.
Por esos días llevado por su bondad, comenzó a ejercer la virtud de la caridad, sensibilizándose ante los problemas de todos. Quizá Pancho, en sus horas de meditación, percibió en su interior la energía poco común de su espíritu y su generosidad lo empujó a utilizarla en beneficio de los sufrientes.
Ya en la adultez hereda de sus padres la estancia "El Porvenir", situada en Rojas, casi en el linde con el partido de Pergamino. Entonces su existencia dio un vuelco insospechado, la bucólica paz de la casona solariega fortalece en él su instinto meditativo.
La vivienda era de tres ambientes en la planta baja con un altillo donde pasaba largas horas, y jamás permitía que nadie entre allí.
Su experiencia era de un hombre maduro, coronaba su afilada cara una larga barba, prematuramente encanecida. Su cabellera descendía hasta sus hombros y lo que más llama la atención era la firmeza penetrante de su mirada, que, sin embargo ostentaba dulzura y paz.
Su vestimenta usual, en los días en la estancia eran blanca camisa y amplio chiripá negro, cuyos pliegues, al caer, semejaban una túnica; aunque en sus infrecuentes viajes a Buenos Aires, donde alternaba con políticos y escritores de fama de la época, vestía traje oscuro o levitón negro.
Jamás podrá desentrañarse el misterio que rodeó el inicio de su actividad como "sanador", sus vecinos de la estancia solían acercársele atraídos por su bondad, tal vez viendo en él a un ser confiable para volcarle sus problemas.
Continuó practicando la caridad, tanto que las ganancias producto de su estancia vuélcanse prácticamente a remediar los males de los pobres que se acercaban en busca de socorro. Cuando las dolencias eran de índole física, sólo recomienda beber en ayunas un vaso de agua.
Comenzó a correr su fama, desde todos los rincones de la Provincia llegaban viajeros, en busca de una respuesta. A todos atendía y la mayoría lograba una rápida cura de sus dolencias o consuelo al espíritu desolado.
Utilizaba para recibir, una de las habitaciones de la planta baja; al pie del altillo junto a una vieja escalera de madera que llevaba a él, descansaba siempre un látigo trenzado. Quienes lo conocieron, aseguran que poseía la seguridad de tener un don que le permitía llevar alivio a los enfermos. Dueño de un tremendo magnetismo personal, unido a una más que mediana cultura (poseía estudios de medicina), más una profunda fe, es innegable que trasmitía una sensación de seguridad que ejercía poderosa influencia en las curaciones. Pocas veces imponía las manos sobre los enfermos, ya que consideraba al agua como un vehículo de la “transmisión de su propia energía al otro”.
No necesitaba que quienes acudían a consultarlo le expresaran el origen de sus males. A menudo, recién llegando, al descender de los carruajes, con voz firme les expresaba el motivo que los traía a su presencia. Su fama aumentó día a día, en Buenos Aires, muchos lo consideraban "un predestinado".
Numerosas son las anécdotas que, de boca en boca, han llegado a nuestros días, reflejando "el milagro" de las curaciones efectuadas por Pancho Sierra. Hemos escogido unas pocas:
Benitez, un conocido vecino saltense, debido a una larga enfermedad, debía usar muletas. Los médicos nada sabían del origen de su mal. Desesperado viajó a ver a Pancho Sierra. Apenas llegó, éste, con voz tonante le expresó: "Eso te pasa por hereje... Cuando dejes de castigar los animales con la cadena vas a estar bien ... " Benitez no volvió a castigar a los animales y curó sus padecimientos.
En 1881, los médicos habían diagnosticado a don Martín Bazterrica, rico hacendado de 9 de Julio, un aneurisma de corazón. Un amigo del enfermo, le cuenta que la noche anterior había soñado que si acudía a lo de Sierra, se curaría. A las tres semanas, Justo Incholeti ese vecino, le visita nuevamente, para decirle que había repetido el mismo sueño. Fue entonces que Bazterrica, con su esposa, decidió emprender el viaje. Al hacer noche en un hotel de Chivilcoy, sus acompañantes notaron la mejoría. Tenía más fuerzas y no parecía sentir el cansancio del largo trajinar. A la mañana, muy temprano, llegaron al “El Porvenir”. Pancho Sierra le recibió con estas palabras: "¿Recién venís? Hace un mes que te llamé... A pie podrías haber llegado... " Bazterrica sanó milagrosamente, para asombro de todos y vivió 23 años más, habiendo fallecido en el año 1904.
Roberto Cano, un estanciero rojense, fue a ver a Pancho, rogándole hiciera algo por su madre, enferma de gravedad en Buenos Aires. Pancho le replicó: "Ahí tenés caballos frescos. Andá a Buenos Aires, que tu madre no tiene nada. La que va a morir es tu hermana. Corré si querés verla con vida". Cano emprendió de inmediato el regreso, y al llegar, asistió a los últimos minutos de vida de su hermana, a la que había dejado bien al partir. En cambio su madre sanó de inmediato.
En Salto, un vendedor ambulante, llamado Cornelio Velázquez, estaba postrado en su cama, debido a un problema en sus piernas, desahuciado por los médicos de volver a caminar. Se hizo llevar a lo de Sierra. Esta vez, en lugar del consabido vaso de agua, Pancho le recomendó que tomara baños en el río, que así iba a mejorarse. Era julio, el mes más frío del año y todos opinaban que era una locura meterse en el río con esas bajas temperaturas, Velázquez, sin embargo, lleno de fe en Pancho Sierra, así lo hizo y curó de una manera asombrosa, sin que le quedaran secuelas de su invalidez.
Aunque solo contaba 60 años, Pancho Sierra tenía el aspecto de un anciano venerable. Su barba y su largo cabello, completamente encanecidos, le daban un aspecto imponente. Poco más de un año antes de su muerte, contrajo sorpresivamente matrimonio con una joven mujer, que heredó sus bienes.
El día 4 de diciembre de 1891, un hombre de apellido Arévalo, que había trabajado como peón de don Pancho, mientras se encontraba en el campo, vio revolotear sobre su cabeza un escarabajo. Gritando exclamó: "¡Se muere don Pancho!" Pidió permiso a su patrón, Pedro Indarte (vecino de Coronel Isleño), y voló hacia el establecimiento "El Porvenir". Cuando llegó, encontró el velorio de Sierra. Ese último llamado de don Pancho, fue un misterio que Arévalo guardó hasta su muerte.
La noticia de la muerte del "Gaucho Santo", movilizó de inmediato interminables caravanas de carruajes. Desde todo el país llegaron personas a las que Sierra había aliviado de sus padecimientos.
En enero de 1892, los principales diarios del país: La Nación, La Prensa, El Nacional, El Día, El Censor, publica­ban la noticia del homenaje que se tributaría en la tumba de Pancho Sierra, el día 15 de marzo. Desde varios días antes, comenzaron a llegar viajeros a Salto, colman­do la capacidad de hospedaje.
Desde el centro del pueblo, partió una larga caravana, en extraño silencio. Ante la tumba, hablaron en su homenaje Cortés, Quinteros y Mares, cerrando el acto Rafael Hernández (hermano de José, el autor del Martín Fierro). Se colocó su cuerpo en la tumba que guarda sus restos una placa que reza: "A Pancho Sierra, sus amigos"             Marzo de 1892. Desde allí hasta nuestros días, se cuentan por millones las personas que acuden a Salto, a venerar su nombre y su recuerdo. Muchos sostienen haber recibido la respuesta a sus pedidos y no faltan los que aseguran que bebiendo simplemente un vaso de agua en su nombre, han sanado de sus dolencias. Francisco Sierra y María Salomé Loredo, maestro y discípula, renunciaron a su posición económica desahogada para dedicarse desinteresadamente a la curandería. Tuvieron creyentes de todas las clases sociales (incluído Hipólito Irigoyen) y dieron lugar a un profuso anecdotario sobre sanaciones milagrosas que los convirtió en santos populares.
El maestro (Francisco Sierra) y su futura discípula y sucesora María Salomé Loredo y Otaloa de Subiza se conocieron en calidad de sanador y de paciente. Ella era una mujer joven, aún casada con Aniceto Subiza, su segundo esposo, y padecía, al parecer, de cáncer. Deshauciada por los médicos, había concurrido a la estancia "El Porvenir" (Pergamino) cuyo dueño, el llamado "médico del agua", curaba a los consultantes sin otros medios que su palabra y el agua de un viejo aljibe del campo.
La cita fue providencial para ambos. Sierra encontró la personalidad ideal para transmitir su legado. María, que pronto iba a quedar nuevamente viuda, se halló a sí misma en esa misión encomendada. A diferencia de otros personajes canonizados espontáneamente por el pueblo, ni Sierra ni María Loredo pertenecían, por su posición social y económica, a las clases populares. El curandero del aljibe era hijo del matrimonio conformado por acomodados propietarios de campos. María Salomé, por su parte, nacida en España el 22 de octubre de 1855, se había casado dos veces con hombres de fortuna y era dueña de recursos considerables. Sin embargo, a partir del momento en que se sienten señalados por una elección divina, ambos se dedican al servicio de los que sufren, dejando de lado cualquier pretensión mundana. Los dos, también, hablan a todos, pobres o ricos, con un lenguaje sencillo (condimenta­do por buenas dosis de picardía criolla, en el caso de Sierra) y difunden, a través de la oración y el ejemplo, el mensaje evangélico.


Otras visiones sobre Pancho Sierra:
"No cobraba sus curacio­nes -ni siquiera admitía que él fuera el artífice de la mejoría de los pacientes- y si aceptaba los regalos que los recuperados le traían, era, antes bien, para repartirlos luego entre el paisanaje pobre. Él mismo parecía un paisano más, por la vestimenta: alpargatas, bombachas, poncho y chambergo. Lo llamativo no eran sus ropas, que ningún lujo tenían, ni siquiera la rastra de monedas de plata que tanto gustan ostentar los campesinos pudientes. Lo que encandilaba, sin duda, eran su porte y su prestancia. Las barbas largas y blancas, los ojos nítidamente azules configuraban la estampa ideal de un Dios Padre (o un Tata Dios) de libro de misa. Algo parecido, pero en versión occidental y rubia, al poeta de la India Rabindranath Tagore, quien aparecería por Buenos Aires unos veinticinco años después con barbas no menos largas y blancas, y vestido de túnica. Así describe a Pancho Sierra el incrédulo narrador del cuento Mi cruzada contra la superstición (Lojo, Cuerpos resplandecientes). Carismático y burlón, dotado de extraordinaria perspicacia, Sierra distinguía perfectamente entre aquellos que se acercaban empujados por genuinas aflicciones y los que ocultaban la intención de desenmascar al supuesto mistificador. Entre tantas anécdotas, puede mencionarse la de un consultante que le llevó un frasco de orina de cerdo presentándola como propia, y obtuvo como diagnóstico un "¡Andá a que te cure el chancho!". Otros episodios (narrados por su sobrina nieta, Leonor Sierra de Terrile, por María Luisa Superno y por Adelina del Valle, todas ellas autoras de libros sobre el personaje) aluden a su capacidad de predecir los hechos y de ver a la distancia, y a sus poderes hipnóticos.
Algunas de las curaciones que se le atribuyen evocan por cierto relatos del Evangelio, como el que describe a un enfermo paralítico, transportado en coche hasta el corredor de la casa donde se encontraba Sierra tomando mate, y al que éste le ordena repetidamente que descienda del carruaje por sus propios medios si desea ser curado. Después de reiteradas negaciones, el paciente, de a poco, se va afirmando sobre sus pies hasta llegar al lado del sanador. En otra anécdota, Sierra devuelve la vista a los dos hijos mellizos, ambos ciegos, de un desolado matrimonio.
Tanto Sierra como la Madre María atendieron a peregrinos de todas las clases sociales y de instrucción dispar. Una multitud en la que se mezclaban sombreros y rebozos, chamberguitos y galeras, afluía hacia el improvisado consultorio rural desde los dos ramales ferroviarios (Pergamino-Junín y Pergamino-Retiro) y los cocheros no daban abasto para trasladar tantos visitantes a la estancia, distante siete leguas de la estación. En­tre los más conspicuos, se cita a ricos estancieros de Pergamino, como los Ortiz Basualdo, o Roberto Cano, de la localidad de Rojas. Los incrédulos recibían a veces un castigo, si pretendían estorbarle sus prácticas benéficas, como el comisario que quiere detenerlo por ejercicio ilegal de la medicina, y debe volver con la mano monstruosamente hinchada para rogar la curación, o el médico que -después de haberlo difamado- no tiene más remedio que concurrir a su campo, casi inválido. Allí Sierra le administra la consabida "medicina", y lo exhorta a retractarse de sus infundios.
La indiscutible piedad de Sierra no implicaba repulsa hacia las diversiones humanas o las alegrías del amor. Cuentan que le gustaba "entonarse" de cuando en cuando, pero tomaba la precaución de hacerse llevar a su casa, seguro y dormido, por un experto cochero. Como gaucho que era, disfrutaba de payar; sus payadas eran "a lo divino" y versaban sobre temas religiosos y metafísicos, vertiente temática frecuentada también por la poesía gauchesca. Poco antes de su fallecimiento, cuando orillaba los sesenta años, decidió quebrar su empecinada soltería y se casó con una muchacha de dieciséis, hija de un pariente, según algunos con el filantrópico afán de legarle su fortuna. Pero no por ello fue un "matrimonio blanco". De él nació una hija póstuma, Laura Pía Sierra. Aunque su padre no llegó a conocerla, seguramente representó otra clase de apuesta por la trascendencia para este hombre, que también había previsto, entre tantas otras cosas, su propia muerte.

 Espiritismo y profecía
¿Profesó Pancho Sierra el espiritismo? ¿Fue el denominado "Resero del Infinito" lo que se llama un "médium", que derivaba de esa condición sus poderes curativos? Si no él mismo, fueron espiritistas algunos de sus amigos, como Rafael Hernández (hermano del autor de Martín Fierro) o Cosme Mariño, ambos abocados al periodismo, y también buena parte de sus simpatizantes. A poco de su muerte, el día 15 de marzo de 1892, adherente s a esta doctrina le hicieron un primer homenaje público en el cementerio de Salto. Treinta años más tarde, la Sociedad Miguel Vives, de Lanús, difundiría el libro Pancho Sierra- Comunicaciones, con textos supuestamente transmitidos por el maestro desde un no tan lejano más allá. Otro libro (La Verdad. Pancho Sierra) recoge las comunicaciones que un grupo espiritista habría recibido de Sierra en 1937. Lo más probable, como señala Fermín Chávez, es que Sierra, sin ser necesariamente ni partidario ni difusor de la Escuela, encarnase en su persona las condiciones que definían a un líder espiritual para los adscriptos a estas ideas (muy de moda y consideradas científicas por muchos en su tiempo).
Ni Pancho Sierra ni la Madre María desdeñaron un gesto privilegiado por los fundadores religiosos: profetizar. Sierra no quiso dejar nada por escrito, pero sus seguidores se encargaron de difundir sus anticipaciones. No hay en ellas demasiadas novedades con respecto al Apocalipsis: la llegada del Mesías, precedida de un cúmulo de males (guerras, desunión familiar, enfermedades) en un siglo de infortunios. Por su parte, la Madre María sí escribió en sus últimos días un testamento del mismo estilo, aunque en él augura que "empezará una nueva era de la vida, en la tierra de promisión: la República Argentina". Sus consejos finales apuntaron, además, a potenciar el respeto y el amor hacia la figura materna, "pues ella representa la esencia de Dios".

¿PSICOTERAPIA ALTERNATIVA?

El psicólogo Alfredo Moffat (discípulo de Enrique Pichon Riviere) describe a Pancho Sierra y a la Madre María como representantes de prácticas psicoterapéuticas populares, no científicas, pero muy eficaces en su capacidad de establecer conexión emotiva con los pacientes y disolver así sus conflictos. Sierra, figura paternal benigna pero firme -dice Moffat- apela a una técnica ascética y limpia de purificación a través de la ingesta de agua, que lava los males. El estilo de la Madre María, por su parte, maneja la profecía apocalíptica para lograr la entrega y la obediencia del afligido a una figura materna poderosa que concede, a cambio, protección y seguridad. Como la psicoterapia científica, pero con diferentes herramientas, enfrentan el miedo a la muerte y la angustia ante lo inexplicable que las racionalizaciones no logran reducir.


PERSONAJE DE ERNESTO SÁBATO

Oriundo de la zona que habitó Pancho Sierra, Ernesto Sábato introduce en la novela Abaddón el Exterminador referencias a su figura por boca del personaje Cartucho.
Sierra es el benefactor de la familia de Cartucho, dejada en la miseria por la plaga de langostas. Empiezan de nuevo en el pueblo gracias a que el manosanta les da vivienda y los ayuda a poner una carnicería.
Esta es la leyenda que transmite Cartucho, el bondadoso anarquista:
“Mi padre le trabajaba un campito a Don Pancho Sierra, entre Cano y Basualdo. Un hombre muy bueno. No sólo curaba, también daba remedio al pobrerío. Tenía una barba larga y blanca, hasta aquí. Medio mago era.
Cuando nacían los chicos mi madre se los llevaba antes de cristianarlos y él le decía éste le va a viví éste no le va a viví.
Fuimos trece hermanos, ya te conté. Y bueno, don Pancho le anunció que trés no le iban a viví: ni la Norma, ni la Juana, ni la Fortunata.
-¿Y se murieron?-preguntó Nacho maravillado.
-Y claro –respondió Cartucho con sencillez-. ¿No te digo que era medio mago?”

Mausoleo de Francisco (Pancho) Sierra en el cementerio de Salto
El mausoleo de la familia Sierra data de 1878 y se yergue a escasos metros de la entrada del cementerio de la ciudad de Salto, emplazándose sobre la margen izquierda del sendero principal.
Consta de un templete compuesto por cuatro columnas que soportan su cúpula redonda, al centro se ubica un ángel de la guarda de mármol de carrara.
Esta rodeado por un enrejado artístico de hierro forjado que culmina en clásicas lancetas.
Diariamente los promesantes depositan allí sus flores y súplicas a Don Pancho al punto que a lo largo de su historia nunca dejaron de faltarle flores frescas, sobretodo claveles rojos.
El templete lateral exterior está cubierto de cientos de placas recordatorias que testimonian el reconocimiento de los promesantes por las gracias recibidas; frente al mismo se yergue la estatua de Pancho Sierra con sus vestimentas gauchas, su poncho criollo, y sus clásicas barba y cabellera blanca al viento. El brazo derecho en alto de la estatua parece saludar a los promesantes y refleja calidez humana convocando a la mirada esperanzada y respetuosa de los fieles.
Pancho Sierra nunca lucró con sus dones, al contrario se deshizo de sus bienes personales y familiares para entregárselos a los más necesitados.
Jamás se atribuyó poderes o capacidades de curación, siempre anteponía el nombre de Dios y la fuerza divina cuando quienes lo requerían obtenían el alivio o sanación para sus dolencias.
Don Pancho nunca practicó el espiritismo ni difundió sus preceptos. Sierra profesaba la fe católica y la transmitía a los que solicitaban sus auxilios. La iglesia católica lo acepta como a uno de sus hijos dilectos.
“Soy un modesto mensajero de Nuestro Señor Jesucristo. Soy tan sólo un simple gaucho al que Dios eligió para ayudar a los pobres y a los enfermos, nada más”. Así hablaba Don Pancho Sierra, así se lo recuerda y venera desde hace más de un siglo, por ello se lo sigue reconociendo como: “El Gaucho Santo”.
Por los motivos expuestos, solicito a las señoras y señores legisladores acompañar con el voto afirmativo el presente proyecto de ley.

Bibliografía
Chávez, Fermín: “Pancho Sierra en la Leyenda y en la Historia”. Todo es Historia Nº 5 Pág. 31-41.
Lojo, María R: “Cuerpos resplandecientes” Ed. Sudamericana. Buenos Aires- 2007.

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